Lucha sin descanso...
Venimos al mar borrascoso de la existencia sin saber nadar,
y así, para no ahogarnos, desesperadamente nos asimos a frágiles troncos que se
deshacen casi al tocarlos.
En este recorrido no hay bonanza: en el día, el inclemente sol que nos quema
las entrañas y la sed nos abrasa, impidiéndonos ver el azul del cielo y de las
aguas. En la noche, la oscuridad
tremenda, el frío, el hambre...
Logramos llegar a una isla y nos consideramos salvados, sin
saber que se trataba, como dice Nieztche, de un monstruo dormido... O nos
encontramos con seres que, en modo alguno, nos harán olvidar nuestra
desgracia. Se nos plantea entonces el
dilema de quedarnos allí, o de lanzarnos nuevamente al agua...
¡Qué lucha interminable; qué constante vacío; qué cansancio
infinito!
Vivimos en pos de lo inalcanzable y carecemos del don de
prever que el encuentro con lo que buscamos, tampoco ha de llenarnos. Si fácilmente conseguimos algo, qué insulso y
falto de sentido nos parece de pronto.
Por eso, la muerte, con todo su horror, parece ser la
definitiva liberadora de este eterno batallar.
Quiera Dios acogernos, al final de la jornada!
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