domingo, 10 de enero de 2016

El Amor

El Amor

Este es un tema del que todos creen saber mucho, y  yo no soy la excepción:  EL AMOR.

¡El Amor! La esencia misma de Dios, la más sublime de las emociones humanas.
¡El Amor! El más grande misterio sobre el cual se ha dicho todo y aún no se ha dicho nada.  Poetas, filósofos, sicólogos, religiosos y profanos, todos han tratado de definir el amor, pero al fin de cuentas, cada ser humano lo vive, lo siente, y lo expresa de una manera diferente.

La doctrina cristiana se centra en el mandamiento de “Amaos los unos a los otros como a vosotros mismos, tal como Yo os he amado”.  Este mandamiento es por cierto de lo más difícil de seguir, pues no sólo ha de amarse a los amigos, sino a los enemigos.

De entrada, pudiera decirse que la barrera es cada uno  de nosotros mismos, pues el egoísmo es parte de la materia con la que parece que fuimos “amasados”, pero alcanzar la plenitud del amor, es la meta a la cual todos tratamos de llegar.

Desde todos los tiempos, la palabra AMOR, ha sido una de las más socorridas y desgastadas, en su esencia y en su significado.  En nombre del amor se cometen muchos abusos y atropellos, extorsiones emocionales:  que “te quito los hijos”; que “si mi dejas, me suicido”;  que “eres un malvado si no me correspondes”...etc., etc.  Según todo esto, ¿qué podría ser más “relativo” que el Amor?

Y es que lo de “Amaos los unos a las otras”, es más complicado aún que el dictado de Nuestro Señor Jesucristo.

La educación que en este sentido hemos recibido, sobre todo en nuestros países latinos, cargados de un machismo a ultranza, ha sido de  tremenda desigualdad para hombres y mujeres.

A nosotras, por ejemplo, se nos ha enseñado tradicionalmente a considerar el amor físico como un pecado, como algo sucio y de lo cual, si se es una niña “bien educada”, no debe ni hablarse.  A ellos se les ha enseñado, por otra parte, a clasificar a las mujeres en “buenas” o “malas”, en la medida en que estén dispuestas a vivir (con el mismo derecho que ellos) su condición de mujeres, y a llevar su clasificación a “aquellas con las que se casan” y “aquellas con las que se divierten”, brindándose a sí mismos (y por supuesto a nosotras) verdaderos desastres en sus vidas íntimas.

No se nos ha enseñado, ni a unas ni a otros, a considerar el amor como un sentimiento que nos puede colmar de realización, tanto en el alma como en el cuerpo.  Hombres y mujeres tenemos al respecto una desinformación total.

Por ejemplo, en el pasaje bíblico en que se narra la historia de la adúltera llevada ante Jesús para que Él legitime la pedrea que le esperaba a la desdichada,  Él, con una sola frase,  la libró de tan salvaje castigo.  Pero, ¿Dónde estaba el “adúltero”?   Posiblemente “de primero”,  frente a Jesús, esperando lanzarle la primera piedra!  El caso es que el fulano no es señalado para nada.  Y de sobra sabemos que éste no es ni mucho menos el único caso en la historia.

Yo opino que, aparte de la función meramente biológica, la educación en este aspecto debería centrarse, para hombres y mujeres, en enseñanza de “Ética de las Relaciones”;  en no aprovecharse ni a jugar con los sentimientos del otro;  a tratarnos mutuamente con dignidad y respeto; a cuidarnos de no caer en la promiscuidad; a no sobredimensionar, pero tampoco a minimizar las sensaciones placenteras que el amor puede traernos, sin temor a caer por ello en el pecado.  Al respecto, me parece que se ha puesto más letra de la cuenta a esa música.

Si lográramos vivir más auténticamente el amor sexual sin tantos tabúes, ni mitos, no tendríamos una sociedad tan violenta, neurótica, desorientada y solapada.    Pero, como comentaba, por nuestro egoísmo y mala e inconsistente educación, para unos y otras, caemos en  muchos errores, que se perpetúan de generación en generación.

Si sólo nos interesa que nos “den lo nuestro”, sin mirar siquiera qué clase de amor y comprensión estamos ofreciendo; si sólo le hacemos la vida imposible al otro, ya sea de palabra o de obra; si no tenemos en cuenta para nada las necesidades de la otra persona; si nos olvidamos de la atención que nos debemos el uno al otro; si dejamos que desaparezcan del diccionario de pareja palabras como “diversión juntos”; “trato amable”; “descanso”, “amistad mutua”, “relaciones sexuales por consenso”; si no le dejamos al otro ni un solo pedazo de espacio para él; si dejamos que la monotonía invada todo nuestro entorno, ¡Cómo no esperar el desencanto muto!  ¡Cómo no esperar que la infidelidad esté a la vuelta de la esquina!

Nos quejamos de que nos traicionan, sin pensar en lo absoluto en que quizá seamos nosotros mismos quienes empujamos al otro a sernos infiel. Hace mucho tiempo, escribí a este respecto:

Las mujeres somos como las mariposas de luz: sólo nos basta una “llamita” para revolotear alborozadas a su derredor, hasta quemarnos o hasta que nos apaguen la luz...  Si nuestros hombres comprendieran esto, evitarían ser llamados con un poco elegante adjetivo!

Quizá suene a herejía lo que voy a decir a continuación, pero a todos los que se santiguan aterrados diciendo que ahora los matrimonios son desechables, les quisiera preguntar si de verdad creen en eso de que el matrimonio debe ser para toda la vida; de que éste es un nudo que sólo se desata con la muerte, y que es Dios quien lo instituyó así.

No es que esté en contra del matrimonio.  ¡De ninguna manera!

Por supuesto que la vida en pareja dentro del matrimonio es lo que todos podemos desear.  Lograr un matrimonio en el que podamos vivir en armonía, con una visión  conjunta de ideales, con un compartir pleno de penas y alegrías en la vida cotidiana.  Un matrimonio donde el afecto, el deseo, el respeto y la consideración sean mutuas, y no obligación de una sola de las partes, digo, un matrimonio así es una verdadera bienaventuranza; esto es haber encontrado la llave del paraíso.

Pero para ello se requiere, en primera instancia, encontrar a la persona adecuada, al compañero ideal, al “alma gemela”.  Y ahí radica la principal dificultad.  Por ese afán desesperado de encontrar afecto, solemos vestir de fantasía a un ser todo de barro;  con el uso se va desdibujando ese traje con el que habíamos vestido a alguien y ya la alianza o anillo matrimonial se convierte en pesados grilletes y cadenas que nos atan de pies y manos.

Para usar un símil:  es como en cierta tribu africana, en donde el delito de asesinato es castigado con obligar al criminal a cargar con el esqueleto de su víctima, amarrado a la espalda por el resto de su vida, escarmento escalofriante, por demás!

Al pasar los años se dejan de idealizar muchas de las cosas que en la juventud creíamos casi mágicas y se empieza a mirar todo desde una perspectiva más realista.  Y si vemos en la práctica la angustia y la aflicción en que viven tantos matrimonios, cuesta creer que sea mandato divino el que la gente tenga que soportar tal infelicidad durante toda una vida.  Yo me pregunto:  ¿En qué momento se pierde la Gracia Santificante que el matrimonio como Sacramento contiene?

En un libro titulado “Los Hombres son de Marte y las Mujeres de Venus”, el sicoterapeuta americano John Gray hace un exhaustivo análisis de los diferentes comportamientos de “marcianos” y “venusinas”, y vaya que acierta!, aunque no es un descubrimiento.  Hombres y mujeres pensamos y sentimos de muy distinta manera, acerca de un sinnúmero de cosas. 

Ellos son más cerebrales, nosotras más emocionales.  Así, parece que circuláramos en “ondas diferentes”, y al igual que cuando se sintonizan dos aparatos de radio en diales diferentes, no se puede escuchar claramente a ninguno de los dos, el diálogo, la comunicación, tan aconsejados como medio efectivo de comprenderse unos a otras, tiene sus bemoles. 

Si uno dice lo que piensa sobre determinado asunto, no necesariamente coincida con el otro y así, seguramente la discusión no se hará esperar, y cada uno continuará sosteniendo su punto de vista original.  Y ¿quién ganará la discusión?  Posiblemente el más fuerte.  Pero el otro, el “perdedor” quedará resentido, y lo demuestre o no, de alguna manera querrá cobrárselas.

Y cuando, por temor a la reacción del otro, tiene uno que callarse y no expresar toda la verdad, habrá igualmente resentimiento, al sentirse uno tan limitado para actuar y opinar, según el propio criterio.  En estas condiciones, ¿Cómo poder sentirse feliz,  y mucho menos, hacer sentir feliz al otro?

Darse felicidad mutuamente, teniendo ambos, enfoques y perspectivas tan diferentes de las cosas, es a menudo tan difícil como darle de beber a alguien mientras uno le sostiene su vaso:  nunca se encuentra la inclinación adecuada!

Gray dice en su libro que, por ejemplo, cuado un “marciano” se mete en su cueva, por lo general es que está tratando de resolver un problema y que lo mejor que la “venusina” puede hacer en esos momentos es:   -Ir de compras; escuchar música; ir a cine; llamar a una amiga para conversar... En fin.  El presenta una lista de cosas que ella pudiera hacer para distraerse.  Yo resumiría esta idea en que lo mejor en esos casos es “ignorarlo” y hacer como si él no existiera.  Pero, añado:
¡E-x-I-s-t-e!   Y probablemente saldrá de  su cueva a averiguar (furioso) qué es lo que ella está haciendo!

Me atrevo a decir que lo más importante en una pareja, más que el amor en sí mismo, es la consideración del uno por el otro, pues esto es lo mínimo que uno espera recibir y debe dar.  Si una persona es realmente considerada, no le exige a su cónyuge nada por encima de sus fuerzas o de sus sentimientos.

Sobre el tema del amor nunca podrá haberse dicho todo, así que dejemos en paz estas “disertaciones” y, dado que ni hombres ni mujeres vinimos al mundo con “manual de instrucciones” adjunto, sigamos sumergiéndonos en esas ajenas y desconocidas aguas territoriales que son nuestras respectivas almas, hasta que coincidamos en avistar el imponente y majestuoso barco llamado AMOR, para surcar juntos el mar inmenso de posibilidades a las que él puede conducirnos, y regalémonos con el sentimiento maravilloso ante el cual, ¡Hay que quitarse el sombrero!


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