El sentimiento del Miedo
Por Luz Dora Castrillón
El
miedo es, básicamente, el temor a lo desconocido; por eso, el gran misterio de la
muerte es el más común de todos los miedos que enfrentamos, y de ahí que,
por dura que sea la vida que llevemos, casi nadie quiere morirse. Cuando alguien opta por el suicidio, de
seguro es que sufre, momentánea o definitivamente, de un desequilibrio mental.
Una
realidad que a todos nos abruma es saber que, tarde o temprano, tendremos que
enfrentar no sólo nuestra propia muerte, sino la de nuestros seres queridos.
(Que cuando esto ocurra, Señor, que sea sin hacerles daño!)
A
veces tratamos de fingir que somos muy valientes y que no tememos morir, pero
lo cierto es que miramos aterrados los carteles que por doquier pregonan:
“¡Peligro! Si está usted vivo, corre el riesgo de
morir...”
Decimos
“celebrar” el cumpleaños, pero es mero eufemismo para disimular la realidad: Un
año más cerca del gran momento.
Nuestra más grande osadía es querernos inmortales, cuando a cada momento
constatamos la fugacidad de nuestro paso por la vida. Cuánta verdad hay en la frase: “Lo bueno
de lo malo es que pasa; lo malo de lo bueno es que pasa”.
Para
no ponerme tan trascendental, mejor repetir con Martín L. King: “Aunque el
mundo se acabe mañana, hoy sembraré manzanos en mi huerto”. Como yo suelo decir: Todo dura, hasta
que se acaba!
El
miedo a la Pobreza.
Aunque existe un consenso muy
generalizado de que la “riqueza no es la felicidad”, de seguro ésta no será la
frase que pronuncie alguien cuando no tiene con qué desayunar, pero mucho menos
con qué almorzar, o con que pagar un techo o un abrigo, o con qué pagar un
médico, o cómo lograr una buena educación.
El
sino de la pobreza, del hambre, de la carencia total de posibilidades, es algo
que sin duda hará exclamar a más de uno:
-Es cierto que el dinero no es la felicidad... sobre todo si es poco!- Esto lo digo, muy consciente, además, de que
“cuando las ganancias aumentan, los sueños suelen disminuir”.
¡Y
qué decir de la vejez! Esta es otro de los “cocos” que nos asustan
por igual. Nos negamos a confesar de
buena gana nuestra edad, aunque las canas y las arrugas, que tratamos de
ocultar lo mejor que podemos, lo van pregonando.
Perder
la apariencia física de la juventud es para todos bastante deprimente, y todos
cuál más, cuál menos, hacemos infructuosos esfuerzos para exorcizarla.
Como
contrapartida a este desolador panorama, quisiera concluir con una bella cita: “Algunas personas, al envejecer, no pierden
su belleza. Ésta sólo se les pasa al
corazón”.
Igualmente
amenazante es la pérdida de facultades mentales o físicas, que nos
obliguen a depender de alguien más.
Sabemos que por bien dispuestos que estén nuestros seres más cercanos a
ayudarnos, a cualquiera le es difícil “cargar” con nadie, aunque lo ame.
En
lo particular, yo le tengo verdadero terror a la enfermedad que, por
otra parte, no es ni mucho menos patrimonio exclusivo de la vejez. Le tengo, además, un miedo casi patológico al
dolor físico.
Al
respecto, quiero referirme a la histerectomía a que hube de someterme algunos
años atrás. Recuerdo que los días
previos a la dichosa operación fueron de los más angustiosos que haya
vivido. Yo me sentía perfectamente sana
y sencillamente me negaba a admitir que la inminencia de esa operación tuviera
que ver conmigo.
Y
es que, aunque siempre se vive temiendo algo, se guarda la esperanza de que la
desgracia no haya de tocarle a uno.
Pero, espere uno o no esos golpes, nos llegan a veces acontecimientos en
la vida que nos sacan sin más de cualquier plan que nos hubiéramos trazado. Como en la frase del poeta peruano César
Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan duros, yo no sé...”
Preveía
yo toda clase de dificultades a las que me vería enfrentada y temblaba ante los
riesgos que toda operación implica. De
nada me valían los consejos que para
tranquilizarme escuchaba aquí y allá:
Que “muchas mujeres han pasado por esta misma operación”; que “no es saludable preocuparse”; que “hay
cosas peores”; que “toda adversidad siempre encierra la semilla de un bien”,
etc., etc. Estas consideraciones sólo me
producían más ansiedad y me hacían reaccionar incluso con agresividad. Lo cierto es que sentía mis nervios a punto
de explotar!.
Llegada
la intervención misma, y pasados los días postoperatorios, pude darme cuenta,
sin embargo, de que tal como lo había escuchado, todo resultó mucho menos
traumático de lo que me había imaginado, pues se cumplieron muchas de las
palabras de aliento que había recibido.
Hoy,
recuperada por completo de aquel impase, puedo afirmar con conocimiento de
causa que la mayoría de las veces, la imaginación supera a la realidad, no
sólo en lo que tememos, sino también en lo que anhelamos. He comprobado,
además, aquello de que “lo que no nos mata, nos fortalece” y que
entregarnos completamente en manos de Dios es lo mejor que podemos hacer
siempre, pero sobre todo, en los momentos en que más desvalidos nos
sintamos. Él jamás deja de escucharnos y
nunca abandona al afligido que se acoge a Él: “Venid a Mí todos los que
estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré”. Es verdad que “cuando sólo vemos un par
de huellas en la arena, se trata de las del Señor, cuando nos lleva en
brazos...”!
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