sábado, 10 de noviembre de 2012

Bienvenida, Señora Vejez...


BIENVENIDA SEÑORA VEJEZ

"Qué vida tan verraca". "Si vendieran infartos yo compraba uno ya mismo". "Ah bueno morirme hoy, para no tenerme que bañar mañana".

Estas letanías son recitadas a diario, no por un suicida que busca la manera de bajarse del mundo lo antes posible, sino por un anciano que no recibió con agrado la vejez.

No tiene deudas ni enemigos; no hace filas en ninguna parte; tiene asegurado el pan de cada día; su familia revuela en cuadro para cuidarlo, le lleva los caprichos y le tiene tanta paciencia como su actitud, a veces acre, lo permite. Y a pesar de todo, no es un viejo feliz.

Afortunadamente el proceso de envejecimiento no es igual para todos, pero el ocaso suele llegar sin manual de instrucciones, y, además, sobrecargado de malgenio, tristeza, ausencia casi total de sonrisas, pereza, nostalgia por las capacidades perdidas y miedo por las limitaciones encontradas.

El viejo se despide, sin explicaciones, de aquello que le hacía la vida más amable. Un día amanece divorciado del periódico y culpa de ello a un nuevo formato que alega no entender, pero se queda sin razones frente a la radio y el televisor.

Ya no le importan el precio del café ni los vaivenes de la política, que lo hacían vibrar tanto como los amigos.

Rechaza caprichosamente cualquier intento de ayuda que tienda a mejorar su calidad de vida, seguramente tratando de no complicar la vida de los otros, pero es ahí, precisamente, cuando se las vuelve un ocho.

Considera que dejarse bañar y vestir de otra persona es un atentado contra su pudor y su decencia.

Se queja de soledad y de abandono, pero frunce el ceño y adopta una actitud de "cuándo será que se van" frente a las visitas.

El viejo no hace buenas migas con el aseo: Odia el baño, el cortaúñas y el cepillo de dientes. Y aunque sus esfínteres se hacen los de la oreja mocha, la sola mención de usar pañal puede causar un cataclismo.

Si el médico recomienda ejercicio, la cama será el lugar por excelencia para pasar el día. Si es quietud, él quiere ser malabarista de un circo.

Por más que quienes velan por él se forren en paciencia, respeto y comprensión, el viejo se siente una carga pesada aun sin serlo e, igual que a un niño, a veces también se le comen la lengua los ratones.

Si se ha descartado de plano la maravillosa idea de recluirse en un asilo de ancianos cuando llegue el momento, y a falta de escuelas que enseñen a envejecer con tranquilidad, bienvenido sea un curso autodidacta para aprender que viejo y estorbo no necesariamente tienen que ser sinónimos y, sobre todo, para que logremos cerrar el ciclo vital con broche dorado, no amargado.

Antes de que las piernas sean un caminador y la autonomía un recuerdo que se confunda entre las probables visitas de doña Demencia Senil y don Alzheimer  conviene prepararse para recibir sin mayores traumatismos la inminente llegada de la señora Vejez.
(No conozco el autor de este artículo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario