Si me
incineran y la mitad de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo
resucitaré?
Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente
la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María
que han ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido
acompañarlas en su dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De
pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten la piedra que servía de
entrada a la última morada de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro,
sal fuera!” (Jn 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos
estupefactos de la multitud.
Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los
muertos saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo
Lázaro.
Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo
en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida
temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta vida, la
resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta a ésta,
para la vida eterna.
Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en
Cristo después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino
en el camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8),
cuando come con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).
El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de
Lázaro, pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede
presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar
las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso,
de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.
No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de los puntos más
controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era difícil
creer en la resurrección. Incluso
los griegos, uno de los pueblos más cultos de la historia, se reían ante la
predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos
se burlaron y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección
era inconcebible.
Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo
resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de que los muertos
resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo
Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob? No es un Dios de muertos,
sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por si esto fuera poco, Jesús nos dice
que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “... y saldrán los que hayan hecho el
bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una
resurrección de juicio”. (Jn
5,29)
La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el
número 997 sucede de la siguiente manera: “En la muerte, separación del
alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que
su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo
glorificado. Dios en su
omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible,
uniéndolo a nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.
Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá
Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.
¿Cómo será este cuerpo? No lo
sabemos con certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de
Cristo resucitado: un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal,
pero no sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la
dimensión de la vida eterna.
Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se
pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se
convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los
tiburones, no tengo de qué preocuparme.
En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna
mi alma irá a la gloria. Después, en
el día del juicio universal cuando todos los muertos resuciten, el poder de
Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha estado gozando del Cielo, a
un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo
espiritual (1Co. 15, 44).
Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a
juntarse los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o
dispersado por el polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva creación. No en vano los primeros cristianos la
llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta afirmación de San Pablo nos da la
clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en la eternidad.
(Artículo
tomado de Catholic.Net)
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